Mi Primera Conferencia
Dr. Pedro A. Ricart Reyes
Recuerdo mi primera conferencia como si el tiempo no hubiese transcurrido. Era estudiante graduado del Departamento de Odontopediatría de la Escuela de Medicina Dental de la Universidad de Pittsburgh en el estado de Pennsylvania, Estados Unidos. Nunca había tenido la oportunidad de presentar una conferencia como todo un “Doctor” y mucho menos ¡in english! Recuerdo mi entrada al salón vacío (sala de torturas chinas), este recinto estaba dispuesto en forma de anfiteatro, no hice poner los pies en el salón, cuando dejé caer el carousel donde tenía colocadas mis diapositivas, y en ese mismo momento me dio la impresión que entraba al coliseo romano y que acababan de soltar los leones. Esas diapositivas, que con la ayuda del departamento audiovisual de la universidad había preparado con tanto cuidado y devoción, yacían totalmente desparramadas sobre el piso. No había comenzado a recogerlas cuando de repente oigo un estruendo y el salón empieza a llenarse de personas (80 en total), eran los estudiantes de primer año de Odontología que venían a escucharme y a verme. Si me había puesto nervioso cuando se me cayeron las diapositivas, ahora se me había paralizado la respiración, el pulso y la digestión; en otras palabras, me sentí morir. Se escuchaba un escándalo producto de la charla de los estudiantes y el sonido monótono de un aire acondicionado que parecía que necesitaba que le apretaran un tornillo o le echaran un poco de aceite. ¡La hora cero había llegado! (¡Ay virgencita de la Altagracia!) El Dr. Robert Rapp, jefe o Chairman del departamento hizo su entrada y casi sin saludarme comenzó a presentarme. Su introducción no duró más de dos minutos pero a mí me pareció un milenio. De repente hizo una señal hacia mí para que comenzara con mi exposición. (ya había logrado poner otra vez las diapositivas en el carousel pues por suerte estaban numeradas). Mi corazón que tenía más o menos diez minutos paralizado y que se encontraba en mi boca, buscó su lugar y empezó a palpitar a la velocidad de la luz, las piernas me comenzaron a temblar como si tuvieran vida propia y mis manos emanaron sudor como si fueran una fuente inagotable de agua. Subí a una especie de tarima y me paré detrás del atril y miré las caras levemente iluminadas de mi auditorio, eran caras pálidas e inquisitivas. Sólo se oía mi corazón palpitando y el tacleteo de mis piernas. El silencio del auditorio era lúgubre.
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